EL CAPITAL CULTURAL COMO AMENAZA, parte I



Resulta que me di una vuelta por el CBC, y cursé en forma presencial la materia  Introducción al Conocimiento de la Sociedad y el Estado, también llamada ICSE.

Dicho paseo me permitió llenar más de un bache, diría yo que un sinfín de baches de conocimiento sobre la historia de mi país, paseo a través del cual pude ver parte de las vidas de familiares y amigos y de la mía propia, atravesada a su vez por la de ellos, desde la inmigración hasta casi nuestros días.

Todo eso me resultó tan maravilloso como doloroso, esclarecedor y significativo.

Pero el conocimiento más remoto para mí, acostumbrada a artes y filosofías, fue todo lo relacionado con la economía y la sociología, es decir, con sistemas de medición de la riqueza y la pobreza, con formas que no son las que frecuento de entender los lazos sociales y agrupar a las personas, todo lo cual me posibilitó empezar a frecuentar un montón de términos que pululan, y que uno cree comprender, pero no es tan así.

El tejido social estratificado, las maneras de entender las clases populares o subalternas cuando el desempleo impide que las nombremos como "clase trabajadora", las características que nos permiten distinguirlas, fue algo que me resultó impactante, como si se me abriera un idioma del que renegué, y con él también se abrieron los motivos por los que renegué y creo provisoriamente seguir renegando en parte.

Una cosa que me llamó poderosamente la atención fue la dificultad para caracterizar a las clases medias, más allá de su posición intermedia entre las altas y las bajas. Tal como planteaban los distintos autores, y en particular Luzzi y Del Cueto en su libro Rompecabezas, las clases medias en la Argentina al menos, estarían caracterizadas por su posibilidad de movilidad ascendente y por poseer algo llamado capital cultural.

También se nombran otras particularidades de las clases medias, como mirar siempre hacia las clases altas, tomándolas como meta, como horizonte , e imitándolas en hábitos de consumo y otros.

En ningún tramo de la materia, -al menos en la cátedra en que la cursé-, se habló de la cultura. Sí de la educación como derecho, como factor decisivo en la posibilidad de ascenso social, pero no de la cultura  como bien compartido, como factor determinante de elecciones personales y grupales a contramano de la estructura de clases tradicional; y menos aún se nombró en toda la descripción de lo que fueron y son nuestros ascensos y descensos y devenires en el mundo laboral, al trabajo cultural y los trabajadores de la cultura.

Sólo apareció esta palabra en la definición de las clases medias, como una especie de añadido pintoresco, una pátina, un modo de abrirse paso en la adversidad del descenso social, y un capital. Algo así como una pepita de oro, las joyas de la abuela llevadas al yotivenco, algo extraño en el léxico técnico con que se analiza según parece  la vida.

Creo que el capital cultural tiene que ver con esa canción de Enrique Pinti, que concluía siempre en "quedan los artistas".

https://www.youtube.com/watch?v=RSEa9U99KuQ

No resulta casual que cada vez que a esa mano negra del poder generalizado le interesa anular justamente la posibilidad de una vida mejor para los pueblos, atente contra la cultura.

Cada vez que ha llegado un gobierno de facto a nuestras tierras, pero no sólo a las nuestras tierras, ha atacado las Universidades, ha descuidado total o parcialmente la Educación pública, ha censurado ideas representadas por sus autores, ha clausurado teatros, -como por ejemplo el emblemático Teatro del Picadero-, ha generado listas negras y exilios de artistas y pensadores, y muchas veces también de científicos.

Hubiera sido muy interesante que se hablara de esto, pero no se habló.

De hecho, el trabajo cultural prácticamente no existe en nuestro imaginario nacional, más que como un islote que pocos conocen.

¿ Cómo nombrar una porción tan supuestamente ínfima, y de ningún modo estudiada, en las estadísticas de algo?

Si bien siempre el trabajo cultural ha sido una opción infrecuente y mal vista por su inestabilidad casi inherente, existe. Existe incluso ad honorem, como una forma de realización personal que pocos contemplan, existe mal pago, o como opción de trabajo informal, casi una excentricidad, y siempre una audacia.

No se puede vivir del amor, decía Calamaro, y vivir del arte es bien difícil como opción, aunque muchas veces los artistas hallan en la docencia una fuente de ingresos que tantas veces además, los gratifica profundamente.

Claro está que la palabra cultura, en un sentido amplio, está designando mucho más que al arte, pero lo incluye, como también incluye las ciencias, y el pensamiento.

No tenemos una matriz cultural que premie estas actividades, aunque sí es llamativo que como país hayamos dado tanto y sigamos haciéndolo en materia de talentos.

Vivir del arte, de la investigación científica o intelectual son quimeras en nuestra tierra, y no sólo en nuestra tierra, pero sin embargo parecería que no es utópico que quienes hacen estas cosas pueden encontrar una manera acorde de expresar sus talentos y de ganarse la vida, cosa que se ha logrado en otras latitudes.

En Argentina, la tierra de las clases medias, eso aún no sucede.

Parece que se está abriendo paso de a poco un mayor reconocimiento de este quehacer, pero mucho falta por hacer y concientizar aún.

Decía antes que no resulta casual que cada vez que a esa mano negra del poder generalizado le interesa anular justamente la posibilidad de una vida mejor para los pueblos, atente contra la cultura. ¿Cuál es la amenaza de la cultura, entonces? Porque si se la ataca tanto, será que se trata de algo poderoso, muy poderoso. ¿Para qué?

Ya decía Marechal que si a los hombres se los une por altura, muchas rivalidades quedan reducidas a la insignificancia: "Las antinomias y oposiciones que desunen a los individuos en un plano de actividad humana, son a menudo irreconciliables dentro del mismo plano en que se dan; y lo serían definitivamente si no existiera un plano superior en que lograran reconciliarse "por altura".Yo te diría, Elbiamor, que uno de tales planos es el del arte, con respecto a cualquier actividad que le sea inferior en jerarquía. Te daré un ejemplo cuya simplicidad enternecería el corazón naturalmente sensible de las tías de Córdoba: ¿qué ideólogos político-sociales, divididos a muerte, no se reconciliarían, fuera de su litigante asignatura en una sonata de Beethoven, en un cuadro de Hieronimus Bosch o en un drama de Shakespeare? Elbiamor, el arte se parece mucho a un Paraíso donde los hombres logran unirse "por arriba" si están divididos "por abajo".Y te juro por el bonete de Pitágoras que si los hombres, en su locura niveladora, llegasen a destruir tan saludable jerarquía, destruirán también ese paraíso de la unificación posible, y se irán todos juntos al infierno".

¿Y a quién que tenga que ver con el poder grande le conviene la unidad por altura de las personas? No la unidad que surge de lo homogéneo y mensurable, eso que "unifica" a quienes defienden idénticos intereses económicos, a quienes defienden a su clase, a sus iguales, o a sus compañeros de ideología; no. La unidad por altura de la que habla Marechal se da en, con y desde las disidencias.

La cultura así entendida, es un himno a la diferencia y un himno a la coincidencia del género humano, a la capacidad de entendernos como un todo del que somos parte y en el que nos espejamos, desde Shakespeare a Discépolo.

La cultura, la sed de eso indefinible, produce experimentos memorables como el tango, en el que se conjugan los arrabales con el bandoneón, y el piano con los prostíbulos. O como el jazz, que en el hemisferio norte unió al negro con el blanco detrás de un piano que sonaba a eco de cadenas en los pies, mezclándolo con la técnica europea, y el uso de las armonías más sofisticadas con audacias vocales propias de la negritud.

La cultura no se deja encasillar nunca. Rompe moldes, une en la emoción, el sentimiento y la movilidad espiritual ascendente a muchas almas, sin distingos de razas, sexo, partido político o religión.

No por nada lo secuestraron en su momento a Miguel Ángel Estrella, y mientras los torturadores uruguayos lastimaban sus manos y él imploraba a su dios que los perdonara pese a todo, la causa que invocaban los verdugos era que él se había atrevido a llevar la música a la negrada.

¿Y qué música llevaba? No sólo a Bach y a Chopin, sino también a Villoldo, al folklore, al tango. Mezclaba distintos géneros musicales en sus conciertos de piano Miguel Ángel, y también hablaba, les presentaba a los presos, a los campesinos, a los obreros el nombre de los compositores, y les pedía que hablaran también, que ellos contaran sus imágenes, lo que les transmitía la música.

Y eso les hacía bien a todos. Nos hacía bien a todos, cuando la primavera cultural que vivió el país y en particular Buenos Aires, nos permitía escucharlo en las Barrancas de Belgrano, en forma gratuita.

El tema es enorme, y como tal, amerita que se continúe hablando de él, desde distintas posiciones y puntos de vista.

En este mundo que se debate entre opciones supuestamente ecológicas como los libros electrónicos, y mientras no dañamos más árboles consumimos todo el litio disponible. En este mundo confuso en sus señales, en sus luchas, en el cual el extractivismo más burdo amenaza junto con los agrotóxicos la vida de todas las especies del planeta prometiendo futuros para pocos, es urgente hablar de la cultura, y de los valores que puedan darle sentido y sostenerla.

Hay una enorme tentación en muchos de quienes en estos momentos se inscriben dentro de una intencionalidad progresista en sus ideas y accionares, de identificar por sus gustos culturales a las clases sociales, como si tampoco la cultura escapara del escaparate, y también tuviéramos que ponerla en el lecho de Procusto. Y para quedar bien con ese afán de igualitarismo tuviéramos que gustar de las cosas que gusta "la negrada" para que no se nos tilde de discriminadores.

Creo que está muy bien que nos guste a todos de todo un poco, y que no nos identifiquemos con las cosas del hacer artístico como una bandera más, sino que entremos y salgamos de ellas con libertad, porque para eso están, para intercomunicarnos, y en eso tal vez resida su mayor peligro, lo mismo que el de las ideas filosóficas, aplicadas también a las ciencias.

La cultura produce maravillosas mixturas, impulsa a quienes están en la oscuridad hacia la luz.

Todos los que han estado no digo ya con un libro sino con una frase que alguien les regaló de chicos, o en algún momento crucial de la vida, saben su poder.

Ni siquiera hace falta saber leer y escribir: alcanza con regalar la tradición de un telar, de un bordado, el legado de una frase o de un pensamiento con que acompañarse en las sombras y las dificultades, mostrar un horizonte jamás visto, deslumbrarse como el niño de Cinema Paradiso, o como quien descubre en la belleza de la gran artista Natura la chispa necesaria para dibujar un sueño científico, con sólo ser un observador atento de constelaciones y mareas.

Un libro que llega a las manos de alguien, una música escuchada por ahí, una función de teatro, una idea que empieza a tomar forma...

Todo eso atacan las dictaduras y los autoritarismos de cualquier índole.

No  es casual sino causal: porque la cultura es el capital más importante que tenemos los humanos.

No sólo las clases medias.

Pero si las clases medias en Argentina fueran aglutinantes de mayores concentraciones de ese capital: ¿Cómo no explicarse por qué se las ha tratado de aniquilar una y otra vez? porque la excepción argentina dentro de América Latina, basada en la movilidad ascendente de las clases bajas, basada en el ideal de progreso para todos, se encarnaba precisamente en las clases medias. Esas que con su mera existencia estaban diciendo que el milagro que las creó tuvo que ver con el ascenso de los que estaban abajo.

Mi padre, como tantos otros argentinos del momento histórico en que le tocó vivir, era ayudante de zapatero y se crió en un conventillo en el que escuchaba tangos y arias de ópera que democráticamente se difundían por la radio, la cual en ese entonces no estaba compartimentada como lo estuvo desde el retorno democrático, deshaciendo la convivencia necesaria entre géneros musicales en aras de pulir el sonido que estrenaban las emisoras de FM. Tal vez esa comunión musical compartida haya unido más a mi madre y a él que muchas otras cosas que los desunieron.

Y el que está abajo sabe, que no es lo mismo estar ahí con un telar, una guitarra o un libro en la mano que sin ellos.

Lo mismo que también lo sabe el triste niño rico.

Lo mismo que lo sabemos todos.

La mediocridad entendida como mera adaptación a lo que se espera de nosotros desde afuera se basa en la incapacidad de reconocernos únicos y parecidos a la vez. Y eso lo dan las alas, y las alas están en la cultura.

Incluso las alas descastadas de quienes tantas veces han decidido huir de las ciudades y sus imposiciones laborales y horarios, para ir a cultivar la tierra y aprovechar el tiempo de vida más cerca de la vida.

Sin embargo tal decisión, en la perspectiva de la lucha de clases, representaría un retroceso, ya que la movilidad horizontal de las clases sociales se daría del campo hacia la fábrica, y no a la inversa.

Tal vez tanta horizontalidad y verticalidad nos estén haciendo olvidar de las líneas oblicuas, que por definición son las que contienen, junto con las curvas, la mayor fuerza dinámica.

Horizontal y vertical, en la plástica representan estatismo.

La oblicua y la curva no cerrada sobre sí misma, mueven el mundo.

Y que queden los artistas.

Y los científicos, y artesanos, y filósofos que con su despareja existencia nos alientan a desconocer la tiranía de las formas claras, definitorias y a expandir los márgenes de la imaginación.

Sigamos entonces hablando sobre la cultura.

*tomado de "Cuaderno de navegación", (Cap VIII, La torre de marfil asediada) 

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